Como todos los veranos me encanta hacerme con una pila de libros desintoxicantes. Uno de los elegidos este año es la biografía de Víctor Ullate, escrito por el mismo Víctor Ullate y Carmen Guaita “La vida y la danza. Memorias de un bailarín”, se lo recomiendo a todos aquellos que seáis amantes de la danza y os interesen las historias de superación personal.

Me sirve una de las frases del libro para escribiros sobre el post de este mes

“La infancia es, después de todo, el lugar donde se vive siempre”

Los paisajes de mi infancia se repartieron de forma estacional entre el invierno y el verano.

El invierno en Madrid, con sus ritmos marcados: de casa al colegio, del colegio a casa y de casa a bailar, año tras año y día tras día.

El verano en un pueblecito de León, ya que por prescripción médica me prohibieron la playa y mis padres tuvieron que buscar un lugar de montaña alejado del mar.

Imagen: Andrea Gessi

Si los paisajes del invierno estaban marcados por el hacer, los paisajes del verano suponían la libertad total, tanto en el tiempo como en el espacio. El comienzo del día venía marcado por el sonido del cencerro de las vacas que subían a los prados a pacer, a las siete de la tarde tañían las campañas y el día finalizaba con los anocheceres a veces rojos – si la bavía era roja preconizaba la llegada del buen tiempo – y otros grises, con la niebla avanzando lentamente desde las montañas hasta el valle.

La libertad del espacio era inmensa ya que se traducía en poder andar hasta donde tus pies fueran capaces de llevarte o aún mejor tu bicicleta. Recuerdo perfectamente dónde están las cuestas más peligrosas, que subíamos y bajábamos una y otra vez, sólo para sentir el viento en la cara y la sensación de velocidad en las tripas. Mis primeras lecciones de botánica y ecología, las recibí de mi padre, ya que batíamos las montañas y el valle recogiendo hierbas medicinales. Me enseñó a ser consciente, mientras caminábamos, de la presencia de los lobos, jabalíes, víboras y las aves rapaces que desde el aire nos acompañaban. Recuerdo el calor de los establos, el miedo y la atracción a partes iguales, que suponía acercarse a las vacas y a los caballos, poderles tocar el lomo y sentir su mirada.

Todas las casas siempre en el huerto – jardín, contaban con un peral o un manzano, donde por las tardes las mujeres se reunían después del trabajo duro de la mañana para tejer los jerséis del invierno y nosotras las acompañábamos también tejiendo o jugando con las muñecas, transformando flores, hojas y frutos en comidas. Prácticamente todos los días, antes del anochecer íbamos caminando hasta la ermita, por una carretera paralela al río, que nos brindaba su frescor y sonido.

Llegada la noche ni mucho menos como en Madrid significaba irse a la cama, salíamos y jugábamos al escondite o íbamos a ver las estrellas, aprendiendo a ubicar y nombrar las constelaciones en el firmamento.

Soy consciente de que este lugar fue el responsable de que estudiara agrónomos y para mi es el lugar al que cuando lo necesito soy capaz de volver una y otra vez.

Cuando comencé a impartir mis primeras clases de Paisaje, uno de los ejercicios que ponía a mis alumnos era precisamente que compartieran en clase sus Paisajes de Infancia, con la intención de hacerles ver que parte de sus vocaciones se habían forjado en esta etapa tan especial de sus vidas.

Llevaré en mi corazón todas las experiencias que muchos de ellos fueron capaces de compartir y los momentos tan mágicos que se suscitaron. Recuerdo sobre todo la experiencia de una alumna iraní, que presentó un vídeo con una música que todavía tengo en los oídos e imágenes espeluznantes de la Revolución Iraní. Cuando terminó el vídeo todos estábamos ya con un nudo en la garganta pero rompimos a llorar y aplaudir cuando nos dijo que gracias a haber tenido una infancia de muerte y destrucción, descubrió que su vocación era bailar y sembrar el mundo de jardines.

¿Cuáles son tus Paisajes de Infancia?